“El problema con estos boliches es cuando ponen la música punchi-punchi”.
Apoyado en un bastón ortopédico, con el pelo ligeramente crecido desde sus últimas apariciones públicas y una barba despreocupada, que lleva allí más de un par de días, Alfredo Casero entra con parsimonia en el bar del centro en Capilla del Señor -frente a la plaza, la iglesia y el club- y de inmediato capta un cierto incordio en el ambiente, algo que no le gusta.
Música punchi-punchi.
“Hola, hola.
¿Me bajás un poquito el volumen?”, pide a la gente en la barra, que accede con mansedumbre.
Después de todo es martes, y más allá de un padre joven que almuerza con su hijo en edad escolar y de un fulano que mira la TV como hipnotizado desde otra mesa mientras apura una gaseosa, es la hora de la siesta y reina una calma narcótica sobre estas calles soleadas, a 90 kilómetros del -seguramente agitado- centro porteño..